Lacar significa "ciudad
muerta", y la destrucción de esta antigua ciudad sucedió como sigue: Vivía
en esos lugares, ya hace muchísimo tiempo una tribu, cuyo cacique era de muy
malos instintos. No respetaba las tradiciones recibidas de sus mayores y, cruel
y sanguinario, hacía lancear al que le desobedecía en lo más mínimo. Muchos
indios de su tribu siguieron sus malos ejemplos y la violencia, las discordias
y las malas costumbres se esparcieron por todo el pueblo.
Nguenechén decidió borrar de la
tierra tanta perversidad. Mandó a su propio hijo disfrazado de mendigo a pedir
ayuda al cacique. Éste, en vez de darle lo que pedía, se enojó porque un
extranjero anduviera mendigando en sus dominios, e inmediatamente ordenó que lo
empalaran, es decir, que lo ensartaran en un palo afilado para matarlo. Pero
ante el asombro de sus verdugos, cuando iban a ejecutar la atroz sentencia, el
hijo de Dios se convirtió en arroyo, y rápidamente se alejó a través de la
ciudad. Estaban aún con la boca abierta ante ese milagro, cuando escucharon una
fuerte voz que gritó desde lo alto: "Tus maldades serán tu propio
castigo". En lugar de arrepentirse ante esos acontecimientos, el cacique
se enfureció más aún, pero al llegar a su ruca encontró a su propio hijo
muerto. Enteradas de todo esto las machis, convocaron a Nguillatún, o Camaruco,
para pedir perdón a Nguenechén y que cesara la inundación, pues una copiosa
lluvia se abatió sobre la ciudad desde la desaparición del mendigo e iba a
inundar todo el valle. El cacique, que no era creyente, no sólo se mofó de las
ceremonias religiosas, sino que hizo matar a los purrufes (bailarines). También
destruyó el rehue (altar), cortando las ramas de canelo - árbol sagrado que
preside las ceremonias - y para demostrar más su insolencia, bajó la bandera
blanca con la que se pedía que cesara la lluvia e izó la negra; que es para
pedir que llueva. Y así fue como el continuo diluvio hizo crecer el pequeño
arroyuelo hasta convertirlo en un gran río y sus aguas arrasaron la ciudad,
quedando las casas, animales y personas sepultadas bajo el lago que en ese
lugar se formó. El insensato cacique fue condenado a navegar, montado en un
tronco, sobre las aguas del lago por toda la eternidad. Aún hoy sigue tan
despiadado como entonces y durante las tormentas que suelen producirse en el
lago, destruye cuanto encuentra a su paso: peces, animales o personas. Por eso
cuando las olas se encrespan y los vientos braman en sus costas, todos tienen
miedo y se alejan
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